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lunes, 31 de agosto de 2015

Marcy (213)


Al irse el empleado, León cerró la puerta corredera.
–¿A qué debo el honor?
Estaba sedienta, bebió un buen trago de agua.
–Vengo para decirle que se ha olvidado usted algo en la bodega de mi ex marido.
León la miró sorprendido.
–¿Cómo dice?
–Lo que oye. Que recoja usted a su muerto, que yo ya he recogido el mío.
Desde que había visto a aquel sujeto, sintió a su padre vivo dentro de ella. Como si le hubiera nacido de dentro un obrero del metal, de los que no tienen miedo a nada, allí había un corazón que sangraba por sus heridas, que latía con brío.
–No sé de qué me está usted hablando.
–No se haga el loco, León, no voy a admitirle que siga haciéndonos daño. Recoja a su colaborador, o tendrá problemas.
El otro se echó a atrás como si le hubiera dado una corriente eléctrica.
–Me está dando miedo –dijo, sarcástico.
–Pues imagínese si le enseño unas fotos de las fiestas que da su hijo en sitios exóticos, donde lleva a hombres de negocios para que se diviertan. ¿Quiere verlas? –dijo mientras le mostraba su teléfono móvil–. Eso sí que da miedo.
–Se ha vuelto usted muy atrevida.
Marcy se sintió muy tranquila. Se había puesto uno de sus mejores trajes de pantalón y se había recogido el pelo todo hacia atrás en una coleta.
–Por cierto, su hijo tiene un título universitario falsificado, maneja droga… ¿Quiere que siga?
El otro la miró, echando fuego por los ojos.
–Lo tengo todo documentado, en caja fuerte, con orden de abrirse si a mí me ocurre algo.
Así que hagamos un trato. Usted recoja a su amigo, y la caja fuerte quedará cerrada.
León escuchó con atención y pensó antes de hablar.
–Jamás estuvo en mi intención molestarles, y si hubo un fallo se subsana y todo arreglado, señora –dijo, conciliador, casi galante– ¿Quiere unas pastas, unos bombones, unos cigarrillos? Tiene que estar agotada.
–No, gracias, tengo que volverme a Greda.
Marcy volvió a tomar otro sorbo de agua, guardó el móvil en su bolso y se dispuso a marcharse.
–Le acompaño hasta la puerta –el hombre pasó delante de ella–. Con permiso. Pediré un taxi.
Dio la orden al empleado y pasó delante de ella conduciéndola a través de los distinguidos salones hasta llegar al hall circular, enorme, en cuyo techo había un lucernario también circular. Abrió la puerta de salida.
–Es usted una dama de una pieza, debería trabajar para mí.
Ella le miró un segundo a los ojos.
–Váyase al infierno.
–Ahí tiene el taxi, le deseo buen viaje, Marcelina.

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