–Por aquí estamos muy bien, cariño,
deseando verte, como siempre.
Disimulaba a duras penas la rabia hacia su
marido dirigiéndole frases hechas, vacías de contenido, cuando él llamaba por
teléfono, casi a diario, antes de que se acostaran los niños.
Manele quería asegurarse, sobretodo, de que
a ella le quedara claro qué hacer con las transferencias, pero era parco en
palabras. Siempre dijo que los asuntos de cierta importancia en los negocios,
mejor no hablarlos al teléfono.
Cada vez que tenía que llevar el dinero a
García, Manele se lo comunicaba por carta.
Ya habían quedado en que todo lo referente
al dinero se lo comunicaría él por ese medio, con orden de destruir las cartas
una a una nada más leerlas.
Pero ella comenzó a guardarlas por
indicación de Román.
Y en cuanto hablaba con su marido salía
escopetada donde el arquitecto, dejando a los niños dormidos, solos en casa.
Se había instalado en la fiesta hasta la
madrugada y en el relajo por el día. Atendía a los pequeños justo lo
imprescindible para que fueran al colegio y para que no pasaran hambre, muchas
cenas consistían en un bocata de atún y un yogur.
Apenas acudía a sus clases y Rafa había
dejado de hacerle gracia, sólo le utilizaba como secretario para seguir el
máster, con el mayor descaro, a cambio de unas forzadas caricias.
Tomando la sustancia blanca y jugando todo
le parecía más fácil, y siguiendo las instrucciones de Román no temía a nada.
Si llegaba a un punto excesivo, se compensaba con las pastillitas del insomnio
y vuelta a empezar; y así, como anestesiada, podía ahogar mejor aquel dolor
sordo en su corazón.
Por costumbre y al final por necesidad,
también se entregó de lleno a Román.
El consumo, el juego y los brazos de uno y
otro la aturdían y la distraían de aquella opresión instalada en el medio de su
pecho.
Pero no sentía nada ni con uno ni con otro.
Una noche de aquellas, de tremendo desfase,
fue con el arquitecto a un local de Greda abierto hasta las tantas de la
mañana, poblado de la fauna nocturna más tirada que había por toda la ciudad.
Iban puestos hasta arriba, de todo, sin más
objetivo que tomar la espuela. Su compañero se quedó en la barra bebiendo y
ella se metió en la pista, atestada de gente, a bailar. El ritmo de la música
era frenético y reverberaba en su cerebro de una manera casi visual, sintió su
cuerpo flotar como una nube, percibió una pasmosa facilidad y precisión en sus
movimientos.
Al poco cambió la música a un ritmo lento y
viscoso. La gente se agrupó por parejas. Ella se vio en brazos de un
desconocido y comenzó a moverse con lentitud, como una zombi, sintió sus pies
derretirse en el suelo, dejó que el hombre la manoseara sin haberse presentado
siquiera.
Echó la cabeza hacia atrás y reconoció a la
persona con quien bailaba, uno de sus compañeros del máster.
–¡Pero qué casualidad! –dijo él sonriente.
A Marcy le pareció dispuesto a todo, no
sabía qué decir. Se apartó como por instinto como a medio metro de él.
–Sí, que casualidad –dijo ella.
–Se te echa de menos en clase –dijo el
joven como tratando de retenerla.
Ella le miró interrogante y levantó los
hombros como si no le importara.
–¿Ah, sí?
–Sí, preguntó por ti el profesor, te echó
en falta.
A Marcy le pareció que hablaba con
retintín.
–Estoy muy ocupada estos días –dio sin
convicción.
–Sí, ya lo veo –respondió él pícaro.
La atrajo hacia sí con fuerza y pegó todo
su cuerpo al de ella como una lapa. Ella reaccionó y fingió que trastabillaba
para apartarse.
–Buff…, estoy algo mareada, perdona, ¡hasta
luego!
Se acercó a la barra, donde estaba Román,
pidió un botellín de agua y se lo bebió entero. Tenía una sed como no había
sentido jamás en su vida. Pidió otro y se lo bebió también.
Después le dijo a Román que ya estaba
agotada, que quería irse a su casa.
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