–Ya tenemos la manera de pillar a esos dos
–le dijo una noche el arquitecto en su estudio.
Tenía la costumbre de pedir la cena a un
restaurante cercano, que traía con puntualidad cada noche un joven camarero,
envasada en pulcros recipientes. El chico la servía después en una mesita para
dos, adornada muy bella, y les atendía hasta que terminaban.
El joven ya se había ido y estaban tomando
su café de cápsula y habían consumido unas rayas para coger el punto.
–Su marido le ha dicho que entregue el
dinero a García de contabilidad, ¿no es cierto? Yo hablaré con ese tipo y lo
convenceré para que nos ayude. A partir de ahora usted me dará a mí esas sumas
de dinero, yo sabré colocarlo bien, y al final nos reiremos de esa parejita, ¿okay?
Al oír la propuesta Marcy pensó que debería
consultarselo a Nacho, su amigo de confianza, pero después de rumiar unos
segundos la idea, la desechó. Valdría más no decirle nada y aceptar la
proposición de Román.
–Usted es el entendido en la materia –dijo
ella.
Según Marcy, Román era un hombre
inteligente, capacitado, con experiencia.
Gozaba a su lado de una vida de princesa
consorte, y aquella nueva amistad se había vuelto esencial para ella en poco
tiempo.
Se iban a quedar los dos traidores con un
palmo de narices.
Con la ayuda de Román lo conseguiría.
Más tarde vendría el triunfo laboral que
tanto ansiaba. Siempre había sentido una sorda competencia profesional con su
marido, ella siempre en segundo plano, en casa y con los niños, pero eso se iba
a acabar.
Se dejó convencer de que era la mejor forma
de hacerle daño a Manele donde más podía dolerle, en su cartera.
Se mantuvo en silencio, oyendo las
explicaciones de Román.
–Hoy la encuentro muy pensativa, ¿le pasa
algo?
–¡Qué va! Estoy entusiasmada oyéndole
hablar.
Se le acababa de pasar por la cabeza un
capricho.
–Ese chico, el camarero, es muy atractivo
–dijo ella.
–No me diga que se le ha antojado el
muchacho.
–Pues se lo digo –respondió Marcy.
–Pues le llamamos y pasa usted un buen
rato.
Sabía que Román era un tío abierto, nada celoso
en absoluto.
–¡Llámele! –dijo ella.
Román cogió su teléfono móvil y marcó el
número del restaurante.
–Quiero que venga el mozo que sirvió la
cena y que traiga una botella de champán.
Marcy contenía la risa a duras penas hasta
que el otro colgó, después se desternillaron los dos a carcajada limpia.
–Prepárese, que viene el chaval.
No pasaron más de veinte minutos cuando
sonó el timbre.
El chico entró con el encargo.
–Sírvale a la señora una copa y sírvase
otra para usted.
Estaba eufórica perdida y aquello tenía
toda la pinta de ir a más.
El camarero hizo lo que se le pidió con
tranquilidad y se quedó de pie, a la espera.
–Ahora acompañe un rato a la señora, que
hoy está algo aburrida.
–Lo que haga falta, señor –respondió el
mozo.
Román dijo que tenía que salir a Greda a
hacer unos recados y que regresaría tarde y se fue, después de guiñarle un ojo
a Marcy, desde el quicio de la puerta.
Marcy se quedó en el salón del estudio, con
el camarero, con la copa de champán en la mano, soltando una sonora risotada.
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