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martes, 15 de enero de 2013

Marcy (77)



–Ya tenemos la manera de pillar a esos dos –le dijo una noche el arquitecto en su estudio.
Tenía la costumbre de pedir la cena a un restaurante cercano, que traía con puntualidad cada noche un joven camarero, envasada en pulcros recipientes. El chico la servía después en una mesita para dos, adornada muy bella, y les atendía hasta que terminaban.
El joven ya se había ido y estaban tomando su café de cápsula y habían consumido unas rayas para coger el punto.
–Su marido le ha dicho que entregue el dinero a García de contabilidad, ¿no es cierto? Yo hablaré con ese tipo y lo convenceré para que nos ayude. A partir de ahora usted me dará a mí esas sumas de dinero, yo sabré colocarlo bien, y al final nos reiremos de esa parejita, ¿okay?
Al oír la propuesta Marcy pensó que debería consultarselo a Nacho, su amigo de confianza, pero después de rumiar unos segundos la idea, la desechó. Valdría más no decirle nada y aceptar la proposición de Román.
–Usted es el entendido en la materia –dijo ella.
Según Marcy, Román era un hombre inteligente, capacitado, con experiencia.
Gozaba a su lado de una vida de princesa consorte, y aquella nueva amistad se había vuelto esencial para ella en poco tiempo.
Se iban a quedar los dos traidores con un palmo de narices.
Con la ayuda de Román lo conseguiría.
Más tarde vendría el triunfo laboral que tanto ansiaba. Siempre había sentido una sorda competencia profesional con su marido, ella siempre en segundo plano, en casa y con los niños, pero eso se iba a acabar.
Se dejó convencer de que era la mejor forma de hacerle daño a Manele donde más podía dolerle, en su cartera.
Se mantuvo en silencio, oyendo las explicaciones de Román.
–Hoy la encuentro muy pensativa, ¿le pasa algo?
–¡Qué va! Estoy entusiasmada oyéndole hablar.
Se le acababa de pasar por la cabeza un capricho.
–Ese chico, el camarero, es muy atractivo –dijo ella.
–No me diga que se le ha antojado el muchacho.
–Pues se lo digo –respondió Marcy.
–Pues le llamamos y pasa usted un buen rato.
Sabía que Román era un tío abierto, nada celoso en absoluto.
–¡Llámele! –dijo ella.
Román cogió su teléfono móvil y marcó el número del restaurante.
–Quiero que venga el mozo que sirvió la cena y que traiga una botella de champán.
Marcy contenía la risa a duras penas hasta que el otro colgó, después se desternillaron los dos a carcajada limpia.
–Prepárese, que viene el chaval.
No pasaron más de veinte minutos cuando sonó el timbre.
El chico entró con el encargo.
–Sírvale a la señora una copa y sírvase otra para usted.
Estaba eufórica perdida y aquello tenía toda la pinta de ir a más.
El camarero hizo lo que se le pidió con tranquilidad y se quedó de pie, a la espera.
–Ahora acompañe un rato a la señora, que hoy está algo aburrida.
–Lo que haga falta, señor –respondió el mozo.
Román dijo que tenía que salir a Greda a hacer unos recados y que regresaría tarde y se fue, después de guiñarle un ojo a Marcy, desde el quicio de la puerta.
Marcy se quedó en el salón del estudio, con el camarero, con la copa de champán en la mano, soltando una sonora risotada.

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