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martes, 25 de marzo de 2014

Marcy (139)


Había llegado el día fijado para la cena de amigos y ella, ya a primera hora, recibió la llamada de Manele para recordárselo. Iba a celebrarse en el bar de Pancho, un antiguo amigo de la infancia de Manele que, por coincidencias del destino, había puesto aquel sencillo restaurante de comida casera en Mazello.
Al correr de los años se había convertido en el clásico local muy arraigado en la zona, donde las familias acudían a degustar el menú, sobretodo los fines de semana.
Allí tuvieron lugar muchas comidas y cenas festivas cuando, años antes, los socios de Imomonde y sus familias, se reunían para compartir negocios y tiempo libre. Marcy echaba de menos aquella unión que los jóvenes matrimonios, con sus hijitos pequeños, disfrutaron en aquella época, cuando se estrenaban como padres y comenzaban ellos a despuntar en los negocios de la mano de Román.
Los maridos se habían conocido en la Duxa Limited, pero lo que de verdad entabló aquella complicidad fue el compartir la aventura de la inmobiliaria.
Mientras preparaba a los niños con sus mejores ropas no podía dejar de recordar aquellos tiempos. Después todo se había complicado tanto que su vida poco tenía que ver con la de entonces, cuando formó su propia familia y sus padres estaban sanos y eran aun jóvenes.
Le sobrevino de refilón la imagen de la cara de su padre, casi convertida en una calavera. “No quiero pensar en eso, ahora no”.  Lo determino, con firmeza, con resolución.
No se sentía con el ánimo suficiente para lucir un atuendo rompedor, de manera que se vistió unos pantalones vaqueros de diseño, de color blanco y los combinó con blusa también blanca, botas camperas y el cabello suelto rodeando su cara, muy morena tras aquel ardiente verano. Se maquilló en tonos tostados, naturales y puso un poco de brillo en los labios.
Salió con los niños poco antes de las ocho de la tarde, cuando aún era pleno día, y caminaron los tres hacia el restaurante entre los paseantes, sobretodo familias, que aprovechaban los últimos días de buen tiempo antes del otoño.
–¡Mami!, ¡estás guapísima! –dijo Pablo– ¡Eres la mamá más guapísima de todas las mamás que hay en el mundo!
–¿Y papi?, ¿va a venir, mami? –preguntó el menor– ¡Dijo que iba a traerme un juego nuevo!
Estaban impacientes ante la perspectiva del encuentro con su padre.
–Cuando érais así de pequeñitos –Marcy marcó entre sus manos una distancia como del tamaño de un bebé–, íbamos casi todos los fines de semana a este restaurante donde vamos hoy. Allí os daba mamá los potitos y el bibe y dormíais en vuestro cochecito.
Hizo el gesto de succionar un biberón imaginario, en plan de broma, y los niños se desternillaron de risa, y ella espantó, por un momento, la inquietud que sentía.
Cuando llegaron un camarero los dirigió hacia el comedor donde ya se encontraban los amigos. Los mayores departían de pie, con una copa de vino cada uno que acababan de tomar de un aparador, mientras las niñas de Laura correteaban por la estancia, salvo la mayor, cerca de los padres, en su silla de ruedas.
Los pequeños se lanzaron a abrazar al padre, quien de inmediato extrajo de su cartera de trabajo unos regalos que causaron sensación.
Marcy comenzó a saludar a las dos parejas, enfrascadas ya en el aperitivo, y luego se acercó a su marido y le dio un sencillo beso en la mejilla mientras decía, sin pensar, frases hechas: “Qué tal”, “cómo estás”. Se encontró irreal, fuera de lugar, tuvo que poner los cinco sentidos para no desplomarse. Y de García y su familia, ni rastro.


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