Abrió la bolsita de
plástico donde habían metido sus pertenencias y extrajo el móvil, lo encendió
y, en cuanto lo hizo, el aparato avisó de dos llamadas perdidas. Una era de los
padres de Román, la otra de su madre.
Marcó el número de
las perdidas al azar, de manera automática.
Contestó la voz
temblorosa de la madre, angustiada, diciendo que los médicos ya hablaban de
agonía, que había que plantearse desengancharle de las máquinas.
Desde el día de la
cena no había tenido ni un respiro para pensar en su padre, pero también porque
temía que, si lo recordaba, quedara hundida, sin capacidad de reacción, y no
podía permitírselo.
–Hoy voy por el
hospital, mamá.
Marcó el otro
número.
–León al habla, me
gustaría hablar con usted.
Por una especie de
extraña intuición creyó que lo mejor sería atender primero lo que aquella gente
tenía que decirle.
Los de Lederia le
propusieron acercarse de nuevo por el hotel de lujo donde se alojaban y que se
había convertido en su cuartel general desde que su hijo estaba ingresado.
Llamó a la puerta
de la suite y el abogado la abrió de par en par dejando ver la amplitud y el
lujo de la estancia, guarnecida con muebles y lámparas de lo mejor, adornada
con vistosas flores y, en el centro, una mesa acondicionada como para un
banquete. Sobre el mantel, cuatro servicios dispuestos y, en el medio, una
bandejas, rebosantes de entremeses, y unas copas de vino servidas.
El anfitrión le
acercó una de las copas.
–Brinde con nosotros,
Marcy, por el restablecimiento de nuestro querido hijo. Hoy ha salido del coma
y su cerebro ha quedado perfecto. Le quedará alguna pequeña secuela sin
importancia. ¿No son unas noticias inmejorables, querida? –dijo dirigiéndose a
su esposa.
La señora parecía
algo más pesimista que su marido.
–León, recuerda que
el doctor habló de parálisis permanente. Nunca volverá a ser el de antes.
–Payasadas de los
médicos, nada que no se pueda rehabilitar. Pero, por favor, Marcy, siéntese que
estará agotada. Nos hemos enterado de todo lo que ha tenido que padecer.
Marcy se sentó a la
mesa y la señora le ofreció tomar de los alimentos que había allí servidos.
Después del
calvario que acababa de sufrir le pareció que aquellas viandas sabían a néctar
y ambrosía. Comió con hambre atrasada, sin reparos, hasta hartarse, y bebió
varias copas de vino.
–¿Recuerda la
conversación que mantuvimos, Marcy? –dijo León, ya avanzada la cena.
–Sí, claro que sí
–afirmó Marcy, relajada.
–Seguimos
interesados en lo que dijimos. Ese hijo de perra de Manele tiene que pagar por
lo que hizo. No me dirá usted que no después de lo que le ha hecho, que por
poco acaba usted en la cárcel.
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