Al finalizar la visita subieron de
nuevo al cuatro por cuatro para ir al hotel, que distaba un par de horas del
poblado. Era tan sencillo que disponía sólo de las comodidades más elementales,
pero a Marcy, agotada por la travesía, tomar una simple ducha, comer y
descansar en una habitación con aire acondicionado, le pareció un lujo
impagable.
Desde la ventana de su habitación se
divisaba un inmenso mar de dunas que, con el caer de la tarde, iba adquiriendo
todas las tonalidades del rojo.
Marcy notó sus ojos secos,
irritados. Una empleada les suministró un colirio y Raúl se apañó para
colocarle dos gotas en cada ojo. Ella parpadeó con fuerza y lo miró despacio,
su cara colocada sobre la de ella, con sus ojos verdes que la miraban con su
característica suavidad.
Aún en ropa interior se apreciaba la
clase del director general. Marcy le profesaba una admiración que bordeaba la
idolatría.
“Cómo podré tener a éste hombre
sólo para mí, en este lugar de ensueño”, ese pensamiento le produjo una
felicidad casi dolorosa. Como un miedo a perderlo todo. Como si quisiera que
aquel momento no acabara nunca.
–Ahora que estás mejor, ¿vamos a ver
las dunas? –dijo él.
–Por mi perfecto.
Se echaron por encima unas túnicas
blancas que había en el cuarto de baño y se calzaron unas babuchas de colores.
Salieron al exterior y se acercaron a un tenderete donde había unas pocas mesas
y unos cojines gruesos y redondos desperdigados por el suelo. El camarero les sirvió
té en unos vasitos de cristal.
Se sentaron a la entrada para ver la
puesta de sol y, cuando se hizo de noche, Marcy pudo ver el cielo más
estrellado que había visto en su vida.
Se había levantado un frío de mil
demonios. El cogió una toalla grande de un montón que había en un estante.
–Me estoy helando –dijo ella,
tiritando.
–Ven para acá.
Él estaba de pie, se había tirado la
toalla encima, y la tenía sujeta por dos esquinas como si fuera una capa, con
los brazos extendidos. Ella se levantó y se arrimó a él. Raúl la abarcó por
entero con la toalla y quedaron envueltos los dos en medio de la oscuridad y
del más absoluto silencio. Sólo dos corazones latiendo pegados, piel con piel y
el leve murmullo de su respiración. La cabeza de ella apoyada en el pecho de
él.
No había otro lugar mejor en el
mundo donde tener apoyada la cabeza.
No hay comentarios:
Publicar un comentario