Permanecieron así mucho rato, una
eternidad, hasta que ella se quejó de frio en los pies.
Él se inclinó y la pellizcó en
una pantorrilla simulando el mordisqueo de una alimaña. Ella se apartó de un
salto y, cuando se percató de la broma, él empezó a corretear haciendo
cabriolas en dirección al hotel.
–¿A que no me pillas?
En su carrera él se enganchó con
el borde de la túnica y se vino al suelo, se dio la vuelta y se quedó panza
arriba, estaba rebozado como una croqueta.
Ella se partió de la risa, fue
hacia él y se lanzó encima.
–Ahora me voy a vengar yo, ¡señor
director!
Comenzó a recorrer sus axilas con
destreza.
–Cosquillas no,
¡clemencia!¡clemencia!
Las carcajadas nerviosas de él la
estaban divirtiendo de lo lindo.
Pero dejó la tortura y se puso de
pie, le tendió una mano y él, sin terminar de una vez de jugar, simulando que
se levantaba, la atrajo de nuevo sobre sí.
Ella se cayó encima otra vez y él
la besó con fuerza, inmovilizándola encima de su cuerpo. Y ella le correspondió
con el mismo ímpetu, sujetando la cabeza de él con sus manos y sellando sus
labios con besos cada vez más apasionados.
Ella observó que no había nadie
en ese instante. Levantó la túnica de él y luego la suya.
No llevaban ropa interior. Actuó
con un movimiento preciso y a la primera, manteniéndolo enlazado y a un ritmo
apenas perceptible.
Cada uno vertió en el oído del
otro jadeos de placer, como si fueran un preciado secreto. Quedaron después, un
buen rato, amontonados, como dos animales extenuados y satisfechos.
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