–Se
nota mucho la falta, ¿a que sí? –dijo la madre.
No
dijo nada y se levantó para tomar una taza de la vitrina, la que usaba su padre
con más frecuencia.
–¿Me
pones aquí mi café, mamá?
No
quería hablar del padre, ni de cómo se vería modificada la vida de su madre al
quedarse sola, lo que quería era hacerse presente a Amelia, que viera que su
hija estaba allí para lo que fuera.
Marcy
tuvo la sensación de que la madre iba a preguntarle sobre su matrimonio.
–Tengo
que pedirte perdón, hija. Lo mismo estuve muy equivocada cuando te hablaba de
tu marido.
No
entendía por dónde iban las cosas, porque sabía seguro que Amelia, por fortuna,
no se había enterado ni de la detención ni de la mudanza. Aún no había tenido
la oportunidad adecuada para comunicarle su traslado y, respecto a lo primero,
no quería que lo supiese jamás.
Miró
a su madre interrogante.
–Quien
es mi hija eres tú y te apoyaré a ti siempre. Si tú no eres feliz, hija, haz lo
que tengas que hacer, pero no pases una vida desgraciada como la mía. Yo lo que
quiero es que seas feliz.
Se
veía que tenía las palabras pensadas y las recitó con seguridad. Marcy no se
esperaba aquella confesión. Apenas hiló algún comentario y cuando abrazó a su
madre, para irse, la apretó con fuerza.
–Hasta
mañana, mami. Vendré por aquí a que decoremos esto juntas, tienes todo un poco
anticuado.
Al
franquear la puerta y dejar atrás a Amelia sintió desvanecerse el abismo que
las había separado durante años y pisó más fuerte aún. Sintió la sangre correr
caliente y libre por sus venas, como si su madre le hubiera insuflado la vida
por segunda vez.
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