Llegó a su antigua vivienda de Mazello con
tiempo suficiente y depositó en el buzón un sobre con la propuesta de su
abogado para las medidas provisionales y el cinquillo de brillantes que Manele
le había regalado. Había que hacer oficial la separación.
Se dirigió al Café de la Esquina y tomó
asiento en una mesita redonda, al lado de la cristalera, que le permitía ver el
portal de su antigua vivienda. Antes de que el camarero pasara a tomarle nota
vio como un taxi paraba delante del portal y Manele salía hacia la casa.
–Perdone, tengo que marcharme –dijo al
mozo.
Se lanzó a la calle, a buen paso, y llegó
al portal donde su aún marido se encontraba pulsando repetidamente el portero
automático.
La miró serio, abatido.
–¿Tienes tú llave?, yo no la he traído –dijo
él.
–Manele, yo ya no vivo aquí.
El pareció aceptarlo con naturalidad,
aunque Marcy notó que trataba de contenerse.
–¿Sabes? Si hubieras colaborado todo
hubiera podido arreglarse. Sólo buscaba lo mejor para nuestra familia –dijo él,
mirándola, afligido.
Ella notó el efecto de las palabras de él
y, por un momento, tuvo miedo de caer de nuevo en la red de los ojos negros,
profundos, de Manele. Apartó la vista unos centímetros, la silueta de los
Montes del Norte se alzaba tras él, a lo lejos, y ya se apreciaban las primeras
nieves en los altos. La luz del sol de invierno alumbraba arrancando un brillo
cegador.
–Manele, yo ya no te quiero.
Se dio media vuelta con seguridad, como si
se tratara de una coreografía bien ensayada, cumpliendo todos los pasos, para
que ningún resquicio de debilidad pudiera asaltarla.
–¿Y lo de la bodega? Prometiste que lo
pensarías.
–Eso ya lo veremos –dijo, de espaldas a él.
Un viento suave y frío azotó su cara y,
mientras él permanecía inmóvil, sin volver la vista atrás, ella tomó su coche,
perdiéndose calle adelante en dirección a Greda.
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