La
nave vieja era el clásico lugar de casa de campo que se acaba convirtiendo en
el cementerio de la maquinaria en desuso y toda clase de trastos, con las vigas
llenas de telas de araña polvorientas, donde sólo acudían con asiduidad los
gatos de la finca a perseguir ratones.
Acababan
de dar con un hombre, muerto con seguridad, metido en uno de los antiguos
depósitos de vino, y no sabían que hacer. El enólogo fue corriendo hacia la
puerta de entrada, rebuscó en unos desconchones de cemento y volvió con
rapidez.
Le
mostró a Manele una llave herrumbrosa.
–Mejor
que cierres la puerta –le dijo.
Como
el aludido no respondía, él mismo se volvió, cerró el portón por dentro, y
regresó con los demás.
–Tengo
que entrar a ese depósito –dijo Manele, saliendo de su estupor.
Se
dirigió a la escalerilla exterior con la intención de trepar hacia la abertura
superior.
–Manele,
ni se te ocurra –dijo el enólogo, reteniéndolo por el brazo.
–Tiene
razón, no lo hagas –dijo Raúl.
Pero
se zafó de la mano de su colaborador y subió la escalera con agilidad.
Levantó
la tapa y tuvo que apartar la cara del hedor que desprendía la cuba, que pronto
se expandió por toda la nave.
Las
mujeres le observaban a distancia, asustadas. Los hombres se acercaron, de
nuevo, al ventanuco.
Manele
sacó un pañuelo y se lo puso sobre la nariz y la boca, se lo ató en la nuca con
un nudo y se metió en el depósito. Sonaron sus pasos bajar por la escalerilla
metálica interior y luego, al momento, volver a subir.
Salió
por la tapa del depósito y la cerró.
–Manele,
vamos a hacer una cosa, cierra esa tapa, hermética –dijo el enólogo.
Manele
hizo lo que le pidió, apretando con fuerza un mecanismo parecido al cierre de
una botella de gaseosa, y bajó despacio, peldaño a peldaño.
Se
sentó sobre una jaula de gallinas que estaba allí tirada, abandonada y sucia y
se quedó callado, con la cabeza entre las manos. El enólogo abrió las ventanas
de la nave para que se fuera el olor putrefacto y las volvió a cerrar en
seguida. Se dirigió a su amigo.
–Esos
cabrones, se lo han cargado –dijo Manele.
–Como
se las habrán arreglado para entrar aquí –dijo el enólogo–. No lo habrás
tocado…
–No,
no, como voy a tocarlo…–respondió Manele.
–Habrá
que dar parte. Antes o después, hay que hacerlo –dijo Raúl.
Ellas
asintieron en silencio.
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