Fue cuando Marcy la vio, pavoneándose entre
los depósitos como si ella fuera la dueña de la bodega. Vestida con pantalón
pitillo, luciendo tipazo, y un pulóver corto de lana roja. Llevaba un glamuroso
turbante, adornando el cabello negro; en su rostro blanco, casi transparente,
destacaba la raya negra en el ojo. Marcy se sintió como si fuese la criada de
aquella señoritinga.
Saludó a los visitantes con frialdad.
–Darling –dijo Manele a su nueva
novia–, estábamos hablando de los depósitos viejos. Fíjate que no comprobamos
que estuvieran bien vacíos. ¿Quieres revisarlos, por favor?
Semejantes finuras que se gastaba su ex
con la señorita, la dejaron estupefacta.
Le estaba pasando igual que con Rafa. Ya no
le amaba, hasta le parecía raro que hubiera sido su marido durante tantos años,
como si aquello le hubiese sucedido en una vida anterior o algo así. Pero la
asaltaba un extraño instinto de poder sobre él. Y veía que la señoritinga se lo
estaba disputando, como si se tratara de dos niñas, porfiando por la misma
muñeca.
Miró a Raúl, tan sereno y tan bello, que se
interesaba por la temperatura de una de las cubas y se reprochó aquel ataque de
infantilismo.
–Ahora mismo, cari –dijo la de la
raya egipcia.
“Mira la mosquita muerta, qué fina, qué
obediente”.
Marcy se acercó a Raúl, que estaba hablando
con el enólogo, para quitarse aquellas absurdas ideas de la cabeza.
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