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martes, 21 de febrero de 2012

Marcy (30)

Tenía un día de perros, siempre le ocurría así cuando la suerte le daba la espalda.
Aquella tarde necesitó la mayor concentración para realizar las faenas, aun las más sencillas y rutinarias. Estaba con los niños, sus hijos, pero su cabeza divagaba, ausente, a miles de kilómetros. Los acostó y se desplomó en el sofá del salón cuando sonó el teléfono. Era su madre.
–Marcelina –el tono de su voz la puso en guardia–, tienes que venir en seguida, tu padre está ingresado en el Hospital Central.
Llamó a la canguro de los niños y una vez que ésta atravesó el quicio de la puerta, salió sin aliento de su casa, camino del centro sanitario, tomando un taxi.
Se acababa de realizar uno de sus temores crónicos.
Muchas noches, antes de dormir pensaba que sus padres se harían mayores y los perdería y no se acostumbraba a aquel pensamiento.
De hecho, cuando los visitaba, vigilaba en ellos la aparición de los signos que anunciaban la enfermedad y la vejez y le causaba pánico la mínima sospecha.
Pero era su padre el más propenso. Después de toda una vida como trabajador de la industria del metal, trabajando en las condiciones más penosas que puedan imaginarse, su salud estaba en el filo de la navaja. Todos lo sabían, el médico de su empresa lo había dicho muchas veces. El porvenir, después de la jubilación, sería la enfermedad y habría que afrontarlo.
Infarto de miocardio, le informó su madre nada más llegar a la puerta de cuidados intensivos.
–Hija, ¡casi se me muere!
Amelia lloró en su hombro reviviendo el pánico. Explicó que el padre había caído fulminado, en casa, que llamó a la ambulancia y que lograron reanimarle.
Pero aún se debatía al borde del colapso definitivo.
Ellas se temían lo peor cuando se les acercó el especialista. Habían conseguido disolverle el coágulo, pero las horas siguientes iban a ser decisivas.
Les permitieron verle sólo unos pocos segundos a través de un ventanuco de cristal.
Bajo el efecto de la fuerte medicación, Arturo sólo respondió con un gesto débil, en medio de una maraña de cables y tubos de colores.
–Te quiero, papá –le extrañó el timbre de su voz, como si no fuera suya.
Su padre quizá podría entenderlo por el movimiento de sus labios.
Las obligaron a salir y se quedaron toda la noche en la puerta de aquella unidad, sentadas en unas terribles sillas de plástico.
Cuando Marcy regresó a su casa llevaba las huellas del cansancio marcadas en su rostro. Al llegar a la vivienda comprobó que los niños ya habían salido para el colegio con la cuidadora y se desplomó en su cama.
“Te quiero papá, y te odio, te odio papá”. Se horrorizó por sentir un odio así de frío, como una satisfacción inconfesable, una venganza cumplida. Se le juntaron los pensamientos con las musiquillas de las tragaperras, que llevaba grabadas a fuego en su cerebro. Un revoltijo incomprensible.
Pero estaba tan extenuada que cayó vencida por el sueño.

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