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martes, 28 de febrero de 2012

Marcy (31)

Entró en pánico con la llegada de una carta del banco. Una cuenta enorme que terminaba con un resultado en números rojos.
Llevaba muchos años con aquellos puñeteros altibajos, arrastrando su hábito, mintiendo por los codos. Y desde la marcha de su marido se había metido tan a fondo que acabaría pronto al descubierto.
Prefería casi ni pensar en ello.
“No puedes seguir así, Marcy”. Cada vez que lo hacía se juraba que sería la última, hasta que volvía a caer, y cada vez la caída era peor y las mentiras mayores para lograr ocultar las pérdidas.
Pero esa vez tendría que vender algo bueno de verdad para tapar el agujero. Ya lo había hecho con joyas y objetos de valor de su casa, que luego decía que había perdido o que había roto y tirado a la basura.
Pensó en casa de sus padres, en el salón, un cuarto que apenas se usaba, que su madre tenía como de exposición para las visitas más selectas, como vendedores de libros y predicadores. En el salón había una vitrina que estaba tal cual desde que ella la recordaba, y que contenía regalos de boda, botellas de licor añejo, ya pasado, platos decorados, vasos de cristal de colores y cosas por el estilo. Todo lo que Amelia consideraba sus tesoros más valiosos. Entre ellos estaba una estatuilla de metal que representaba un joven corredor con alitas en los pies.
Pasó por casa de sus padres con el encargo de coger ropa de recambio para Arturo y cogió la estatuilla que pesaba como el demonio y la metió en el bolso. Movió un poco los otros objetos para disimular el hueco.
Su madre, en el hospital, concentrada como estaba en el cuidado del enfermo, ni se daría cuenta de que le faltaba la estatuilla. Qué vergüenza más grande para Marcy pensar una cosa así, le recordó épocas infantiles, cuando aprovechaba alguna indisposición de la madre para portarse mal.
Y encima hacer una cosa así.
El muñequito de metal pesaba tanto que su bolso lucía deformado, extraño, si lo llevaba colgado del hombro, así que lo cogió entre las dos manos, una manera rara de llevar un bolso. Entregó su botín en una casa de empeño, donde le dieron lo suficiente para arreglar el descubierto.
Saliendo de aquella oficina se sintió una verdadera ladrona, peor que una ladrona. “Soy una sinvergüenza, un fraude”.
Más le hubiera valido hacer de puta unos cuantos días y asunto resuelto. Alguna compañera, durante la carrera, recurrió a ese oficio para obtener ingresos extra, para unas vacaciones o para comprar ropa.
Pero llegar a robar a sus padres, eso era lo último de lo último, el semáforo rojo que anunciaba su fracaso.

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