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martes, 10 de julio de 2012

Marcy (50)


El cuarto de su padre, en el hospital, se convirtió en una improvisada oficina. Desde aquella habitación, interrumpida por algún pedido de su padre o la entrada de una enfermera, contemplaba como finalizaba el invierno en los Montes del Norte, donde ya escaseaba la nieve, enfrascada en sus estudios.
A Marcy siempre le había intrigado como era posible que en un sitio tan frío, con las paredes tan blancas, lleno de enfermos, de camillas, donde la gente pasaba lo peor de su vida, existiera una vida alegre, que transcurría oculta a los ojos del novato, pero que se iba revelando cuando frecuentaba el hospital.
Cómo era posible que un doctor humano, que tenía que pasar disgustos cada día, pudiera llevar aquella facha atractiva cuando pasaba visita, con su bata impecable ondeando por los pasillos, exhibiendo un reloj de moda y peinado como un galán.
Para entrar en un cuarto donde los pacientes no se mejoraban, o empeoraban o hasta se morían y preguntarles con un vivo interés por su vesícula biliar o lo que se terciara.
A veces rodeados de su séquito de estudiantes, como reyes de la ciencia médica.
Le parecían entes sobrenaturales.
Pero quien estaba de continuo al pie del cañón eran las enfermeras. Las que les habían tocado, tan maravillosas, tan sencillas.
–Hola Arturo, ¿cómo pasaste la noche? Un pinchacito y me voy.
Una zalamería para un paciente, un caramelo, un almíbar.
–No te preocupes, tú pincha ahí, todo tuyo –se arremangaba el pijama con docilidad.
Y pinchaban, extraían, curaban, ponían termómetros y cambiaban las botellas de suero con una facilidad que a Marcy la dejaba extasiada.
Tomaban notas y se alisaban la bata, cortita y bien ajustada, con botones delanteros, que creaba la duda de si había o no ropa debajo. La cara bien maquillada y la raya del ojo puesta y el pelo alisado perfecto. Y un perfume suave, fresquísimo que quedaba en el cuarto después de que se iban.
Siempre había oído que en los hospitales había líos de faldas, y tenía que ser verdad por fuerza.
El doctor que le había tocado a su padre era muy serio, profesional, Marcy le conoció una mañana en que pasó visita mientras estaba ella en la habitación. Le preguntó los síntomas como rezando el rosario y Arturo le respondió con monosílabos. Le puso el estetoscopio en varios sitios del pecho y miró la radiografía al trasluz meneando la cabeza en sentido negativo. A Marcy no la hizo salir mientras lo revisó.
–Curarse no se va a curar, Arturo, eso ya lo sabe usted –eso lo dijo muy clarito.
Pero el doctor era incapaz de dar una mala noticia sin arreglarla algo.
–Pero va a mejorar, eso sí, para irse a su casa, que es lo que quiere.
Cuando se iba, Marcy fue detrás de él hasta la puerta, donde su padre ya no podía oírles.
–Está muy mal, está muy mal, mi pronóstico es sombrío.
Hizo como que dudaba y prosiguió.
–Pero su padre es fuerte,  muy fuerte.
El doctor echó una ojeada a la habitación.
–Veo que tiene convertido esto en su cuartel general.
–Perdone, es que yo…, estoy preparando…
–No se disculpe, al contrario, hace muy bien. Usted es la mejor medicina para su padre. Está muy orgulloso.
Salió del cuarto, como llevándose un trozo del mal del padre de Marcy consigo para estudiarlo después bajo la lente del microscopio y sanarlo,  y dejó a Arturo algo aliviado con la esperanza de abandonar de una vez aquel encierro.


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