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jueves, 20 de octubre de 2011

Marcy (3)




Los niños regresaron de la escuela cansados, con la ropa húmeda y fría, porque el otoño ya se anunciaba, y muertos de hambre.
–¿Qué hay de cena, mami? –preguntó Manu, a voces.
El mayor era un brazo de mar, pero el hijo pequeño era el niño más escandaloso del mundo.
Marcy había preparado lo más fácil y seguro para los niños, pasta con salsa de tomate, que devoraron encantados. Después unos yogures y un baño rápido y a la cama.
Eran ya las nueve de la noche y tenía poco tiempo para llevar a cabo el complicado ritual de puesta a punto, depilación, crema corporal perfumada y una base suave para la cara. Los ojos y los labios apenas destacados, no debía notarse demasiado el arreglo. Se enfundó el vestido y se puso los zapatos. Sólo se permitió como adorno unos pendientes dorados de última moda.
Corrió al comedor a preparar la mesa para dos, poniendo una velita en el medio de los dos grandes platos.
Cuando oyó la llave en la cerradura de la puerta de entrada, tembló de incertidumbre.
–¡Ciao, Marcy! ¿Has pasado un buen día?
Había habido suerte, Manele venía de buenas. Quizá, después de haber marchado enfadado la noche anterior, quería arreglar las cosas, en eso se veía lo mucho que la quería, en el poco tiempo que le duraban sus rabietas.
Él se fijó en la cuidada apariencia de ella y le cambió el semblante. Marcy notó que había bebido.
–¿En qué andas metida que te arreglas tanto?
El temor de que todo se arruinara en unos momentos, como había ocurrido otras veces, se adueñó de ella, pero en cambio Manele se aproximó decidido y la abrazó con fuerza.
–No sea que a otro le apetezca lo que es mío.
Marcy escuchó embelesada, sin decir una palabra, lo que le parecieron los elogios mayores que podían salir de la boca de un hombre.
Él se sentó a la mesa, expectante, observando la bien dispuesta vajilla.
–Así que hoy tenemos fiesta…
–Nada del otro mundo, cariño. Unos minutos y empezamos.
Antes de volver a la cocina, Marcy miró a su marido un instante, fascinada por su belleza, su tez morena, sus ojos oscuros, de mirada de acero, su cabello negro ensortijado, largo justo por debajo de la oreja, como a él le gustaba llevarlo.
–Acércame el albornoz.
Cuando ella regresó con la prenda, él se había despojado de su camisa blanca, y su bien formado torso lucía desnudo, arrebatador, sólo surcado por una cadena fina, de oro, con una cruz. Descansaba sentado en la silla, iluminado por la luz titilante de la vela.
Lucía a los ojos de ella como un romántico, magnífico.
Marcy no tardó en presentar una crema templada de verdura y unas tortillas, que acompañó con una variedad de panes y un vino de aguja.
–Los niños, ¿bien?
–Sí cariño, durmiendo como angelitos.
–¡Así me gusta! Las tías buenas de la oficina están bien para lo que están; pero la mujer de uno, esa en casita, que hay mucho perro suelto por ahí, ¿entiendes?
Se levantó, sin tomar el postre, se sentó en el suelo, sobre la alfombra, la cogió de la mano y la arrastró a su lado.
No había ninguna duda de qué era lo que quería y, cuando lo quería, lo quería ya.
Se arrancaron la ropa, el uno y el otro, como dos salvajes, y se revolcaron en el suelo hasta no poder más.

Emy Barraca

ES FICCION TODO PARECIDO CON LA REALIDAD ES COINCIDENCIA

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