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martes, 17 de enero de 2012

Marcy (25)


Manele ya tenía un apartamento contratado en Brexals, a cargo de la compañía, sus colegas iban a alojarse cerca, todos muy próximos al centro financiero, donde tendría la oficina la Unidad Internacional.
Venían de pasar las primeras jornadas del año en la casa de campo de sus suegros, una calamidad, una eternidad, hasta que llegó el día de la marcha de Manele.
Ella misma condujo el coche para acercarle al aeropuerto.
Él iba dándole las últimas indicaciones, mientras Marcy conducía a todo gas. Su marido iba a coger un avión y se marchaba lejos, por meses, quizá por años. Vendría a verlos de vez en cuando, y en vacaciones, pero nada sería como antes.
–Vete más despacio, mujer, que vamos a tener un accidente.
Ella aminoró algo la marcha y enfiló la recta, plagada de rotondas, hasta la última que daba al aeropuerto.
Ni siquiera miró por si venía algún coche y tenía que ceder el paso en las rotondas. Por suerte, era domingo por la mañana y no había casi tráfico.
Vio como Manele la miraba, sorprendido, pero ya no dijo más sobre la manera de conducir de ella.
–Cuida bien a los niños, que son mis pies y mis manos.
–Lo haré, no te preocupes.
–Sobretodo el pequeño, que ya sabes que es un trasto.
–Sí –respondió ella, despistada.
–Y tú metidita en casa, que no me tenga que enterar yo que andas por ahí.
–Yo sólo voy con las amigas al café una vez a la semana, ya lo sabes. Por lo demás, mi casa y mis hijos.
–Así me gusta. Ya sabes que si llamo me gusta que cojas el teléfono a la primera –dijo él como recitando una letanía.
Marcy respondió a la letanía, como un ama de casa obediente.
–No me gustan las mujeres que en cuanto se da la vuelta el marido, se ponen la minifalda y se van a la calle.
–A mi tampoco me gustan –replicó ella sin sentir nada.
–No quiero que se hable nada de ti.
–Puedes estar tranquilo –dijo ella.
Pero Marcy no le dio sus recomendaciones sobre como debía ser el comportamiento de él en Brexals. No tenía reflejos para tanto.
Hablaba como la que da una lección bien aprendida, sin saber lo que decía.
Entró en el aparcamiento. Al dar un giro no se abrió lo suficiente y le dio un buen golpe a la rueda trasera contra el bordillo
–No estás en los que está, leches, ¡Fíjate un poco! –dijo él, ya irritado.
Aparcó y ayudo a su marido a bajar la maleta grande con ruedas, la misma que solían llevar a sus viajes, años atrás, cuando aún no habían nacido los niños.



Entraron al hall del aeropuerto y fueron a facturar el equipaje. Pasaron unos minutos tensos, silenciosos, esperando el anuncio de la puerta de embarque.
Marcy tuvo miedo de perder los papeles, venirse abajo y echarse a llorar.
Él la despidió con dos castos besos en las mejillas.
–Hasta pronto, ya hablamos por teléfono. Ciao.
Y se dio la vuelta en dirección a su nueva vida.
Después de que él pasó el control de policía y se perdió entre la multitud, ella se sentó en un banco próximo y comenzó a llorar en silencio.
–Perdone, señora, ¿le ocurre algo? –dijo un agente.
–No, gracias, ya me iba –contestó, colocándose sus gafas de sol.
Se puso en pie y anduvo, con paso vacilante, hasta meterse en su vehículo, donde retomó el llanto con más fuerza aún. Arrancó y condujo en dirección a su casa, sin distinguir apenas las señales de tráfico, los carriles y los semáforos, a través de sus ojos arrasados en lágrimas.

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