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martes, 24 de enero de 2012

Marcy (26)

La víspera de Reyes amaneció muy fría, bajo cero. La nieve había comenzado a caer en los Montes del Norte y lanzaba un viento helador sobre la ciudad de Greda.
Marcy y los niños se habían abrigado a conciencia y se habían montado en el coche en dirección a un mesón del extrarradio donde sus padres, como cada año, les habían invitado a comer.
El mesón, situado a las afueras de la ciudad, era un sitio típico, ideal para las comidas de invierno, donde servían cocidos y guisos de carne de caza, regados con vinos sencillos del país.
A Marcy le encantaba ese lugar, lo conocía desde pequeña.
Entraron a toda prisa, corriendo desde el coche, porque chispeaban fuera diminutos copos de nieve, sacudieron su ropa en el rústico recibidor y un camarero les ayudó a acomodar los anoraks y demás complementos en el guardarropa. Las gafas de los niños quedaron nubladas por el calor del local.
–¡No vemos nada mami! ¡Jolín, qué chuli!
Había ido por ir, sin ilusión, sintiendo hasta el alma la terrible falta de su marido al lado, pero la ternura de sus hijos, con sus gafitas opacas, le dio de lleno. Tenía que animarse, no podía chafarles un día tan señalado.
Repasó de un vistazo el Mesón; al fondo, sentados a una mesa grande, cercana a la chimenea, esperaban sus padres.
–¡Seguidme muchachos! ¡Os guiaré en medio de la niebla!
Al poco estaban sentados, en familia, atendiendo a la perorata de los pequeños, locos de ilusión por la llegada de los Reyes Magos. Al momento llegó el primer plato, una sopa humeante, llena de tropezones, que hacía entrar en calor sólo con mirarla, y que servía el camarero deslizándose entre el barullo; después el plato fuerte, un apetitoso guiso de venado con patatitas.
Cuando comenzaban a degustar el surtido de postres, Marcy, sentada de cara al centro del local, quiso distinguir una cara conocida, era Nacho, que compartía mesa con un niño pequeño.
Sin dudarlo se levantó y fue hacia ellos. A Nacho, nada más verla, le cambió la cara.
–¡Marcy! Pero que bueno verte, guapetona.
Se sintió aun más animada por el reencuentro con su amigo.
–Y este niño, es tu hijo ¿no?
El niñito, de la misma edad que Manu, comía con fruición un helado de chocolate.
–¿Eres mi hijo, Miguelito? –El pequeño le sonrió, pringado de chocolate–. Te presento a una vieja amiga de la facultad, que no es lo mismo que ¡una amiga vieja!
Les dio una risa facilona, contagiosa.
–Venga ya, viejo bromista, veniros con nosotros.
Se sentaron todos juntos alrededor de la mesa grande, al lado de la chimenea, la mesa más acogedora de toda la sala.
Fuera, una tormenta de nieve y viento se abatía sin clemencia, aislando al mesón del resto del mundo.

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